Raúl Brasca y las historias más breves, en expansión.

  • Cuando era chico y vivía en Marcos Paz, a casi 50 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, el escritor Raúl Brasca (1948) se deslumbraba con las plantas del jardín de su casa que abrían los pétalos con el sol del amanecer. Ocupaba los días tratando de entender cuál era el mecanismo secreto (¿de polea y aparejo tal vez?) que las hacía funcionar. Desde entonces quiso desentrañar la naturaleza íntima de la materia. Y por eso estudió Ingeniería química, enseñó química en la universidad, y desde hace años tiene una fábrica de tintas líquidas para materiales como el cartón corrugado o las bolsas de arpillera, que sostiene a base de un trabajo meticuloso y obsesivo. “Me he pasado treinta y cuatro años de mi vida haciendo colores. Es la química más difícil porque uno trabaja con sustancias que no se comportan idealmente, trabaja con fluidos que no son como el agua, y hay que poder manejar eso que se llama la reología de los fluidos, porque si hay algún problema en una máquina impresora puede producirse un desastre”, dice Brasca compenetrado, en un rincón oscuro de la Feria del Libro, donde organiza desde el año 2009 las Jornadas Internacionales de Microficción y su consurso por Twitter (porque las nuevas tecnologías –dice– parecen ser el modo natural de difusión del género), pero enseguida se detiene y pregunta: “¿Pensé que íbamos a hablar de literatura?”.

Escribir, podríamos decir, es un trabajo que mezcla materiales (o sustancias) que no se comportan idealmente. El escritor de microficción, dice Brasca en el segundo punto de su decálogo, sólo cuenta con dos materiales para trabajar este género: las palabras y el silencio, y el secreto radica en lograr que ambos sean igualmente significativos. Agitador, divulgador y uno de los autores más reconocidos del género en el ámbito local, Brasca no se acuerda de cuál fue la primera ficción hiperbreve que leyó, pero sí la primera que lo impresionó. Se trata de “El gesto de la muerte”, que Borges y Bioy Casares compilan en sus Cuentos breves y extraordinarios de 1953. La versión de la que habla Brasca, que pertenece a Jean Cocteau, recoge una historia muy antigua. “Un joven jardinero persa dice a su príncipe: –¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán. El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta: –Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza? –No fue un gesto de amenaza –le responde– sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.” El antecedente más remoto que Brasca conoce de este texto es una versión atribuida a Baidawi, exégeta Sunni y comentarista del Corán que murió en Tabriz en el año 685. “Es un relato muy impactante –explica Brasca– no solamente porque transmite con mucha eficacia el sentimiento de lo inexorable, sino también porque desmonta (y en eso consiste su mecanismo) un hábito mental, nos advierte sobre la posible falsedad y lo peligroso de nuestros presupuestos mentales. Es una historia que ha vencido el tiempo.” Conoce una versión de Sommerset Maugham y también otra bastante reciente del vasco Bernardo Atxaga. Leerla fue una forma de deslumbramiento, le produjo simultáneamente una luminosa impresión de belleza y una sensación de precariedad, más que de la vida, del poder de la inteligencia y el sentido común. “Fue la primera vez que experimenté esa alianza, y resultó inolvidable”, dice.

Pasado y presente
Eduardo Berti, en la introducción a la antología Los cuentos más breves del mundo (Páginas de Espuma), explica que la paradoja de la microficción es que, así como se la considera como el género más nuevo (y su auge no pocos se lo atribuyen a Internet o a los relámpagos irónicos de Twitter), sus fuentes y raíces son las más antiguas, ya que entre las formas que la prefiguran hay muchas que pertenecen a la tradición oral o a la literatura proveniente de fábulas, apólogos, chistes, leyendas, anécdotas y casos. Enrique Anderson Imbert, en su Teoría del cuento (1979), señala que el origen de las formas breves puede rastrearse en los inicios de la literatura (en los antiquísimos textos sumerios y egipcios) y más tarde en la literatura griega como digresiones imaginarias con una unidad de sentido relativamente autónoma. “Si consideramos la literatura oral (valga la paradoja), la microficción es el género más antiguo del mundo, el primer formato en el que las personas empezaron a contarse historias”, aporta la escritora Ana María Shua. “De hecho hay muchas microficciones en textos tan antiguos como el Calila e Dimna (primer libro editado en español que se conoce, traducción de un original de la India) y en muchos otros, como Las mil y una noches . Pero como literatura de autor, la microficción es contemporánea. Es un género del siglo XX. Kafka fue uno de los primeros. Y los Cuentos breves y extraordinarios de Borges y Bioy Casares sería la primera antología del género que se publicó en América Latina.” A finales de los años ochenta, mientras descansaba de la corrección de un cuento largo como “El hedonista”, Brasca escribió un texto casi como una ocurrencia. Pensaba que era ilógico (o tal vez una mentira monumental) algo que solía repetirse: que los salmones, para desovar, vuelven al lugar donde nacieron. “Porque si fuera verdad todos los salmones de la tierra desovarían en el mismo lugar”, pensaba el autor. De ese modo escribió “Salmónidos”: “Es universalmente reconocido que los salmones concurren a desovar al lugar donde nacieron. Para ello recorren enormes distancias en el mar y luego remontan el río hasta la naciente. Allí depositan sus huevos, en el mismo sitio donde sus padres depositaron los suyos; y también sus abuelos. Me gusta pensar que hay un único lugar en el mundo, bajo las aguas de un río que no conozco.” Explica Brasca: “No era un cuento, no era un ensayo, no era una broma, no sabía cómo definirla, pero sentí que era mi modo natural de expresión.”

–¿Qué busca en la microficción?

–La microficción es un modo de decir. Ya no los detalles naturalistas, ni la aseveración terminante y, por lo general, ingenua. La microficción procede a desmontar las diversas capas de la apariencia, a veces a valorizar detalles que parecían irrelevantes, a revisar los lugares comunes del pensamiento como en “Salmónidos”, y también los del lenguaje. Todo eso para permitir que aquello que se quiere transmitir emerja por sí mismo y súbitamente al final. Lo transmite sin explicitarlo. Los finales pueden ser de índole diversa y hasta no existir, pero siempre la última línea provoca un efecto conclusivo que aparece en el lector un segundo después de terminada la lectura. La microficción es tiro por elevación y lo que busco en ella es que dé en el blanco. Cuanto más impensable y necesario es el recorrido de la bala, mayor es el deslumbramiento que produce si da en el blanco.

–¿En qué aspectos encuentra mayor espesor para trabajar microficción?

–En el tratamiento del silencio, sin duda. El silencio es constitutivo de la microficción, no es una ausencia sino una presencia. La microficción se escribe con palabras y con silencio. El chiste también se escribe con palabras y silencio, pero el silencio del chiste es elemental, se limita a ocultar hasta el final un sentido de efecto risible. En cambio el silencio de la microficción es complejo, a veces tan complejo que se ha acusado a estos textos de crípticos y de elitistas. La elipsis extrema, la ironía y la recurrencia permanente a la enciclopedia del lector son los recursos más frecuentemente usados en el tratamiento del silencio.

–¿Cuál considera que es el mayor desafío del género? 

–Imponerse como lo que es y desterrar la imagen de facilismo que la brevedad sugiere. No es solamente imaginación inagotable, aunque eso sea previo a todo. Como el poema, la microficción alcanza efectividad por la forma, y eso supone destreza escritural, rigor intelectual y, desde luego, un singular sentido estético.

–¿Podemos hablar de microficción contemporánea? ¿Tiene alguna característica en particular?

–Sí, se caracteriza sobre todo por su ironía, por pedirle al lector que no adopte el sentido literal del texto sino el opuesto. Las microficciones contemporáneas suelen ser satíricas como las de Monterroso, agudamente irónicas como las de Borges y Denevi, humorísticas como las de Blaisten. La microficción contemporánea no se propone emocionar al lector hasta las lágrimas: el tipo de emoción que procura es más intelectual y estético. Esto plantea una de las discusiones académicas que no termina de resolverse. El primer autor de microficciones con las características de la microficción contemporánea es el mexicano Julio Torri, quien las produjo a principios del siglo XX y es para nosotros el fundador de esta forma textual que, por lo mismo, es esencialmente latinoamericana. Españoles como Ramón Gómez de la Serna en la Argentina y Max Aub en México, la cultivaron espléndidamente y la llevaron a España. Sin embargo, investigadores españoles creen ver en Juan Ramón Jiménez al verdadero fundador o, al menos, al cofundador con Torri de la microficción en lengua española. Personalmente, no encuentro en Juan Ramón Jiménez las características mencionadas y sí, en cambio, una emotividad que apela más a los sentimientos.

–¿Cómo afectó una plataforma como Twitter a la producción del género?

–Sucede con Twitter, lo mismo que sucedió con el cuento en el periodismo. Horacio Quiroga tenía que adaptar la forma al espacio que le daban. Yo no soy tuitero, pero la microficción invade a todos los medios tecnológicos. Cuando apareció el celular, surgieron los cuentos pulgares: microficciones escritas como mensajes de texto. Incluso hubo concursos de ese tipo de microficciones. Cada vez más hay concursos en Twitter y con Eduardo Berti y Guillermo Bustamante Zamudio fuimos jurados del Concurso de Microficción por Twitter en esta última Feria del Libro. Todas las nuevas tecnologías son válidas para la microficción. Parecería que los medios electrónicos fueran el modo natural de difusión de este tipo de textos, incluso más que el papel.

–¿La química le sirvió en algo para pensar la literatura?

–Toda la matemática que estudié para ser ingeniero químico ayudó a crearme un pensamiento que me permitió, después, sistematizar la escritura. Para un autor de microficción, que tiene que ser tan preciso y conciso en su texto, debe conseguir un pensamiento que le permita crear el mecanismo y no salirse de él. La matemática en sí no te ayuda, pero te crea un pensamiento deductivo y sistemático: te dice que después de esto, va esto otro. Y si hacés esto, la consecuencia será esta. Yo hago una microficción, la escribo y digo: algo no funciona. Y después la leo y veo que, por ejemplo, coloqué la acción y después el pensamiento que dio origen a la acción. A veces una microficción es larga porque el escritor no sabe pensar. Sí creo que si no hubiera estudiado toda esa matemática, sería escritor de todas maneras, pero sería otro escritor. Sería distinto.

Por Diego Erlan. En Ñ, revista de cultura, Clarín.com- 13-05-14

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