El arte de Chéjov. Por Jesús García Gabaldón

La vida literaria de Chéjov se desarrolla entre la popularización de la fotografía y el nacimiento del cine. No resultará extraño, por tanto, si afirmamos que el arte literario de Chéjov es un arte fundamentalmente plástico. Pero no sólo plástico. Como escritor moderno, léase modernista, Chéjov aspira a una síntesis de las artes, que lleva a cabo en los géneros del cuento y del teatro. La unidad esencial de su obra literaria reside en lo que podríamos denominar su particular poética de la mirada, en su arte del retrato que impregna y fertiliza, de manera híbrida, ambos géneros. Porque lo cierto es que los cuentos de Chéjov son “cuentos teatrales” y su teatro, un “teatro narrativo”. Es decir, hay un continuum, una visión integral que atraviesa toda su actividad literaria. En ella reside, a mi juicio, la clave de su arte literario.
El arte de Chéjov es el arte del retrato. Chéjov, en el fondo, es un retratista. Como retratista,  la originalidad de Chéjov estriba en hacer retratos indirectos, retratos de sombras. Porque, si bien el hombre, el sujeto siempre está en el centro, en el objetivo de la visión del escritor, el enfoque, el encuadre se traslada al objeto, a la sombra que le rodea. La imagen resultante proyecta una luz reveladora sobre el sujeto, pero se trata de una luz de sombras, de una luz proyectada. Con otras palabras, el decorado (si hablamos de la vida humana en términos teatrales) domina la escena, es más, constituye la escena. Y ¿qué escena es ésta? Pues la escena en la que se representa la vida, diríamos de modo que puede parecer grandilocuente, pero ajustado a la verdad artística. 
La visión de la vida como vida cotidiana que preside la actividad artística de Chéjov, está compuesta de multitud de pequeñas escenas de pequeños sucesos sin importancia aparente. Y es justamente la insistencia recurrente  en la cotidianidad y en lo aparentemente insignificante  la principal novedad del arte de Chéjov. Pues el retrato, al no centrarse en el personaje, traza los sinuosos contornos de los pequeños sucesos de la trama, de insignifcantes acontecimientos que se desencadenan a partir de un acto de comunicación fallido, de un incidente discursivo o un malentendido verbal: la escritura de una carta sin remitente (Vanka),  la conversación sorda de un matrimonio en la sobremesa (Se fue) , el relato incomprendido e incómodo de un propietario sobre las grosellas (Las grosellas)… La incomunicación, la soledad –tanta soledad– y el dolor –físico y moral– reinan en la cambiante vida moderna. Todo está en movimiento. Todo es afán, deseo, voluntad de comunicarse, cambiar, salir de sí mismo, reconocerse en el otro. Y el escritor, como testigo mudo de la sórdida tragedia del hombre moderno, se esfuerza en retratarlo, esto es, representarlo, en su devenir. De ahí procede, sin duda, el carácter poliédrico, camaleónico de la escritura de Chéjov, que  es profunda y paradójicamente vitalista. Porque, de lo que se trata, es de representar la vida tal como es y no como podría o debería ser. Se trata, en suma, de la paradoja del realismo.
Chéjov es un escritor realista. No inventa, no imagina, no crea a partir de la nada, sino que describe lo que ve, lo que oye, lo que siente; describe lo real. “No inventes  sufrimientos–le aconseja a su hermano– que no hayas experimentado y no pintes paisajes que no hayas visto”. Como escritor realista, Chéjov es consciente de que el realismo es “su” percepción de lo real. Y plasma esa percepción “fotográfica” a modo de instantáneas, destellos súbitos, fugaces fulgores. Sus obras son retratos mínimos, mínima moralia, dotados de una excepcional y reflexiva potencia reveladora. Son espejos que nos sirven para mirarnos y mirar la realidad que nos rodea. Espejos mágicos –la magia del arte–  portadores de autoconciencia. Revelan nuestro destino, nuestra alma a través de la contemplación –la lectura se hace aquí contemplación, es lectura meditativa– de las vidas de otros. Vemos cómo los personajes se desnudan, caen las máscaras y revelan, en su desnudez, su ser. Vemos y leemos, y al mismo tiempo nos vemos y nos leemos. Ese instante, ese acto revelador de la autoconciencia constituye el punto de mira, el eje, el centro de la poética de Chéjov. Mirando somos vistos. Leyendo nos leemos. El pequeño incidente verbal adquiere, por su carácter revelador de la esencia, la categoría de suceso único e irrepetible, pues constituye la mirada primigenia: vemos lo que somos. El enigma del origen se transforma en revelación del ser en su devenir. Y el devenir del ser se hace destino. Sea como fuere, se vea como se vea, la obra de Chéjov constituye una permanente invitación a mirar en el espejo oscuro del ser humano.

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