Bautizar a un personaje, por Clara Obligado

Desde el Taller de Clara Obligado, la propia escritora nos hace llegar hoy este ocurrente y divertido artículo sobre cómo dar nombre a los personajes literarios, con múltiples ejemplos y consejos. Desde Pedro Páramo al Josef K de Kafka. Desde los Buendía a Lolita. Desde ‘Historia de O’ a ‘Madame Bovary’.

POR CLARA OBLIGADO

Vale, no nos lo echará en cara durante años, ni tendremos que hacernos cargo de su futuro, pero los personajes que creamos reciben de nuestra pluma una gota de tinta que los bautiza. Y un nombre, incluso en los seres de papel, no es cualquier cosa. Hablando de nombres, siempre recuerdo esas lecturas gozosas de la adolescencia, donde, en las novelas policíacas, había una larga lista de personajes en el estilo de “Miss Anny Slemenson, antigua criada de la familia; Lord Nosequé, dueño del castillo”. O las novelas rusas, con sus nombres cambiantes, y los márgenes de mi Crimen y castigo, por ejemplo, plagados de anotaciones juveniles con las que lograba aprender que Ivanisevich quería decir “hijo de Iván”, o que Misha era exactamente lo mismo que Mijail. Por no hablar de la Ilíada, donde Aquiles era, a la vez, el pélida. Imposible de acordarse.

Bautizar a un personaje es importante, y no brota de todas las plumas un “Gregor Samsa” o un Oliver Twist; no a todos se nos ocurre un glorioso Llamadme Ismael para inaugurar un libro. Hay nombres que definen la intención del escritor. ¿Se han fijado, por ejemplo, que Emma Bovary no da nombre a la novela, sino que el título se refiere a ella como esposa, es decir, Mme. Bovary” En este sentido, quizá la obra que más me impresionó fue Los papeles póstumos del club Picwick, de Charles Dickens, cuyos cientos de personajes siempre están claros para el lector. Dickens era un maestro. En su primera novela desarrolla una técnica muy astuta para que no nos perdamos en la maraña de nombres: define a sus personajes con un emblema. Es decir, resulta mucho más sencillo recordar “el hombre de la cara adusta” “o la mujer del gorro verde” que el nombre del personaje. También es cierto que no siempre hace falta saber exactamente de quién se nos está hablando. Recuerdo ese gozoso perderse y retornar, navegando entre identidades confusas de los Buendía, en Cien años de soledad o el hilarante juego que establece Vargas Llosa en La tía Julia y el escribidor, donde llega un momento en el que todos los personajes se llaman igual. Claro que, a la hora de los bautizos, no todos tenemos que llamarnos Aureliano Buendía, muchas veces “menos es más”. Pensemos, por ejemplo, en Josef K, de El proceso, que pasará a ser K a secas y que esconde la desnudez del propio Kafka con su ausencia de apellido y de derechos, o en Historia de O, de Pauline Réagé, que muestra, desde el inicio del texto, y sólo nombrando, la aniquilación de una mujer. Un nombre puede ser un presagio, o un indicio, como “el Desequilibrado” de Un hombre bueno es difícil de encontrar, o toda una historia en sí mismo, como el glorioso inicio de Lolita, de Nabokov (“Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita”). Qué maravilla. En fin, que no sigo, porque los nombres dan mucho que nombrar y aquí nos pueden dar las tantas.

Esta es la tradición que subyace cuando, ingenuamente, bautizamos con tinta. Me gustaría añadir algunos trucos que a mí me vienen bien, y que suelen funcionar. Quizá tengamos la intención de que se pierda un poco pero, si no es así, si nos interesa que se apropie de ese temblor, sangre y fulgor de lo que está vivo, es mejor que no lo hagamos navegar en un mar de confusiones. Mis consejos, después de todas estas citas, son, sin duda, sencillos, más cercanos a una receta de cocina que a la alta literatura, pero de estas pequeñas ideas pueden brotar, por qué no, otras mejores. Excluyamos toda intencionalidad literaria.

Si una decisión corresponde a una estrategia narrativa, será la adecuada, porque queremos conseguir determinados efectos. Yo no suelo poner a los personajes nombres que pertenezcan a un mismo grupo, y me explico: si un personaje decide llamarse Juan, el resto no se llamará Pedro, Pablo, Marcos, por el estilo, porque el lector terminaría teniendo una maraña de apóstoles en la cabeza. Por lo mismo, nunca bautizo a varios personajes con nombres que empiecen con la misma letra, ni que contengan el mismo número de sílabas, o las mismas vocales. Si un personaje se llama, pongamos, “Estanislada”, otro se puede llamar Lía. Si uno se llama Evaristo, otro se llamará Iván. El sonido de un nombre implica ya una personalidad. Acordemos, por ejemplo, que Evaristo tiene modales altaneros y que Lía es joven, y con cierta tendencia alocada. Una cara que atrae un nombre, es cierto, pero el nombre, a su vez, evoca una función, o la contraria. Por ejemplo, si un personaje se llama “Alma”, puede ser extremadamente espiritual, pero también puede ser una explosión de carne. Si se llama Edurne, sería muy curioso –y memorable- que fuera japonesa. Me gustan mucho “Pedro Páramo”, y “Juan Preciado” con toda su carga de sentido, pero si no se está buscando una concatenación de símbolos, no es una buena idea atiborrar de conceptos tan pocas palabras. Y prefiero que se llame a un personaje simplemente “el cura”, “la astronauta” o “el padre” que repartir agua bendita sin ninguna necesidad.

En fin, lo que quiero decir es que nombrar no es fácil. Pensemos en el pobre Dios, tan solitario en el comienzo de los tiempos, sin bibliografía previa, pergeñando aquello de Eva y Adán (¿Ave?, ¿Nada? Curioso lo que se lee en estos nombres si se los pone frente a un espejo). Pensemos en el día uno de nuestros génesis particulares, frente a la pantalla en blanco, justo antes de dejar un dedo sobre la tecla que bautizará al personaje.

Pensemos, como tantas veces, que un nombre puede ser una bendición, o una condena. Pensemos que bautizar, cuando escribimos, también tiene sus consecuencias.

(Para «El Asombrario», 3 de diciembre de 2017

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