Inspiración o transpiración: Clara Obligado en «El asombrario»

Dijo Umberto Eco: “Nada resulta más nocivo para la creatividad que el furor de la inspiración”. Y Edison: “Un genio es un 1% de inspiración y un 99% de transpiración”. ¿Existe la inspiración a la hora de escribir literatura? La escritora Clara Obligado desmenuza a esa musa vestida con ropas ligeras.

POR CLARA OBLIGADO

La musa, ese ser volante que, según la tradición, lanza cada tanto la inspiración sobre la cabeza de los creadores. La musa, esa mujer díscola, caprichosa, vestida siempre con ropas ligeras, ¿existe? ¿Somos los escritores seres especiales que esperamos, un día sí y otro no, a que ese huevo germinal caiga sobre nuestras cabezas? ¡Canta, oh Musa! ¿No suena todo esto un poco antiguo?

Cuando se escribe, hay días mejores y días peores, pero a veces pienso que nos damos demasiada importancia, que convertimos en solemne una tarea que, en definitiva, y con sus peculiaridades, es una tarea como cualquier otra. Recuerdo que José María Merino me dijo un día: “Escribir una novela es como ser picapedrero”. La imagen me gustó. Algunas ideas razonables, una estructura sólida, horas y horas de trabajo esclavo con el lenguaje, frente al ordenador, tomando apuntes en la biblioteca, sin salir de casa, jorobando los planes de los que nos rodean. Horas y horas que además, todo hay que decirlo, no son rentables, ya que la mayoría de los escritores tenemos otra actividad que nos permite becarnos a nosotros mismos durante los períodos de escritura.

Claro que negar absolutamente la inspiración es mucho negar. Busco citas sobre el tema y encuentro la ya célebre de Picasso: “Que la inspiración te encuentre trabajando”. O la de Edison: “Un genio es un 1% de inspiración y un 99% de transpiración”. Cortázar, sin embargo, confesaba que, cuando se le ocurría un cuento, ya se podía ir al demonio la cita con el dentista o su trabajo en la Unesco, su musa lo arrastraba sin permitirle ninguna otra actividad. Suerte tenía Cortázar, pienso yo, que escribí muchos de mis libros cuidando niños y trabajando 48 horas al día. La cosa es que esa “fuente de inspiración” fluye de otra manera cuando se trata de una mujer escritora. O, aunque fluya, tiene que dejar espacio a la vida cotidiana. Me gusta más lo que dice Susan Sontag: “Las limitaciones son la causa de la inspiración”. Con esta idea me siento cómoda, seguro que doña Susan ha tenido que simultanear tareas domésticas y tiempo para la escritura. Como Alice Munro, por ejemplo, que escribía sus primeros cuentos en el cuarto de la plancha, cuando sus hijas le dejaban un rato libre, o Clarise Lispector, que colocaba la máquina de escribir sobre sus faldas para acudir con más agilidad al reclamo de los pequeños.

También es cierto que, muchas veces, he visto en el Taller esa sonrisa súbita, esa concentración peculiar que se refleja hasta físicamente cuando alguien tiene una idea o encuentra una palabra, esa aura inexplicable que también precede a las grandes jaquecas o a las pesadillas. ¿Son esas ideas súbitas la inspiración? Sí y no. Creo que son una inspiración con menos boato, con menos glamour que las alas agitadas de la musa, una ráfaga o un rayo. Pueden quedar ahí, dejando a su paso una tierra yerma, o germinar en una obra poderosa, a través de un largo proceso que poco tiene que ver ya con la musa. Creo que todos tenemos esos arrebatos peculiares, pero no todos somos escritores. Todos somos, creo, capaces de imaginar. Pero no todos tenemos la obstinación necesaria que convierte la inspiración en arte. Y recuerdo ahora una frase de Umberto Eco: “Nada resulta más nocivo para la creatividad que el furor de la inspiración”.

Sí, vale. Está bien. Pero es imposible negar que hay algo fascinante en el hecho de escribir, algo que hace que una persona se siente ante a un ordenador o una página en blanco sacrificando tantas cosas para sacar adelante un texto que no sabe siquiera si tendrá un lector. Yo suelo quejarme bastante de esta tarea que me devora el tiempo y las vacaciones, que me agota, que me obliga, como ahora, a estar sentada en una silla mientras afuera hay un día estupendo. Pero aquí estoy, sentada frente a una pantalla. ¿Por qué lo hago? La historia de la literatura está llena de respuestas más o menos ingeniosas que dan respuesta a esta pregunta. Una me la dio mi hermana, aburrida de escuchar mis quejas. Sí, me dijo, es verdad todo lo que estás diciendo, pero tú tienes una vida superior. Somos dioses, pienso, pero no lo digo en alto, por algunos segundos somos dioses, tenemos varias vidas a nuestra disposición. Luego hay otras cosas. Y viene a mi memoria esa brillante frase de Oscar Wilde, que siempre me persigue: “Quien quiera vivir más de una vida más de una muerte debe morir”.

Dolor y placer, rutina y sorpresa. Un don o una gran fuerza de voluntad. No hay una respuesta definitiva para todos estos temas. Es cierto, lo de las musas tiene su gracia, pero endiosa al artista, lo convierte en ese ser particular que casi nunca es. Yo creo que un artista no es un dios, sino un gran obstinado. En lugar de a las musas, prefiero venerar a su madre, la ínclita Mnemosine, hija de Urano y de Gea, diosa de la memoria. Escribir es recuperar la vida, pienso. ¿Es casual que sea la memoria la madre de todas las artes? Escribir es recordar de otra manera, la inspiración reside, creo, en ese hueco oscuro que son nuestros recuerdos.

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