Hace algunos meses me pidieron, de la revista Puentes, que escribiera un artículo contando cuál había sido mi experiencia en el origen del los Talleres de Escritura en España. Decidí redactar un texto en primera persona, que comparto con vosotros.
Talleres literarios, origen y trayectoria.
Publicado en la revista Puentes de Crítica Literaria y Cultural, nº2. Barcelona, Buenos Aires, Madrid. 2014
por Clara Obligado
Empecé a dictar los primeros talleres en 1980, en Madrid. Había escuchado hablar de los que daba José Donoso en Barcelona y alguien me comentó que había dado algún curso en Madrid, aunque puede que el dato sea erróneo. Los primeros talleristas fuimos casi todos hijos del exilio, jóvenes con entusiasmo egresados de la carrera de Letras y con ganas de seguir participando en la construcción del tejido cultural. La universidad (imaginemos la universidad post-franquista, a finales de los ´70) no era una propuesta apetecible para nosotros y, más que un doctorado, necesitábamos ganarnos la vida y establecernos en un país en el que no había siquiera un estatuto de refugio. Creo que esta situación de desamparo, nuestra edad y nuestra experiencia fueron el motor que “inventó” los talleres de escritura. Es bueno reconocer que, en el tejido sociocultural de la transición española, fue muy importante el aporte de este amplio grupo de exilados latinoamericanos que pocas veces se menciona. El primer taller lo dictó Gloria Pampillo, en el Colegio Mayor Chaminade. Gloria provenía del grupo Grafein, que, en Argentina, y en los años ´70, había abierto las puertas a este enfoque de la creación literaria. Estaban Norma Estrada y Mario Merlino, también argentinos. Habíamos digerido el Oulipo, Rodari o Paulo Freire, y también los cursos de Creative Writing norteamericanos. Éramos lectores de cuentos y de microficciones, denostábamos el realismo frente a la literatura fantástica, no comulgábamos con las literaturas de tinte nacionalista y muchos eran buenos traductores. Al principio trabajábamos de manera individual, siempre cuestionados por muchos escritores españoles que dudaban de que se pudiera enseñar a escribir. “¿El escritor nace o se hace?” era la sistemática pregunta de las notas de la época. Recuerdo que, aburrido del tema, Augusto Monterroso respondió un día: “No recuerdo a ningún escritor que no haya nacido”. Con un grupo organizamos un centro al que llamamos GEA (Grupo de Expresión Artística). Allí me encontraba con Antonio Calvo Roy (español y periodista), Patricio Olivera (argentino, psicoanalista), Miguel Argibay (argentino, pintor), y terminamos escribiendo juntos un libro de relatos. Yo había terminado en Argentina la carrera de Letras y comencé a impartir, casi intuitivamente, uno los primeros talleres de escritura que se dictaría en Madrid. En ellos tendíamos hacia una enseñanza alternativa en la que se mezclaba una manera diferente de ver la literatura con la experiencia de la militancia y las nuevas didácticas. La riqueza de estas primeras experiencias fija una matriz de funcionamiento que convierte a los talleres españoles en algo distinto de los que se dictan tanto en América Latina como en Estados Unidos. Si nos situamos en el contexto de la península, pensemos que la apertura democrática era un terreno más que fértil para nuestras propuestas, rápidamente asimiladas como propias: escuelas de verano, Acción Educativa, ayuntamientos y actividad privada fueron el espacio en el que germinaron. Quiero subrayar que, si bien los talleres tenían una impronta pautada por el exilio latinoamericano, fueron producto del encuentro entre el entusiasmo de unos militantes e intelectuales jóvenes desplazados de sus países de origen con jóvenes españoles con afán de modernidad y deseos de recuperar el tiempo perdido. Estamos en los comienzos de los años ´80. Pocos años más tarde, Norma Estrada me presentaría a Ramón Cañelles, que coordinaba un taller a distancia desde la librería Fuentetaja de Madrid. Creo que es bueno insistir en que los talleres, en esta etapa, nos procuraban una subsistencia precaria que poco tendrá que ver con las empresas en las que luego se convertirían, eran hijos más del amor por la literatura que del entusiasmo económico.
Paralelamente al desarrollo de GEA, en 1983 comienzo a dictar cursos en una Universidad Popular, en Parla. Allí vuelvo a constatar que el formato es apto no sólo para los grupos que se quieren dedicar a la literatura, sino que vuelvo a ver algo que ya había comprendido en Argentina: la literatura, el compartir un libro, el proceso de escritura no tiene por qué ser una actividad elitista. La experiencia resultó impresionante. Por poner un ejemplo, recuerdo que trabajé sobre el Agamenón, de Esquilo, con un grupo de mujeres neolectoras, y la comprensión del texto fue altísima. La metodología mezclaba teoría y creación, humor y aprendizaje de elementos muy complejos. Así, a medio camino entre la promoción social y la enseñanza de la escritura, surgieron entonces múltiples iniciativas.
El Círculo de Bellas Artes
En 1986 fui convocada, junto con Mario Merlino, para dictar los primeros talleres que se impartieron en el Círculo de Bellas Artes. Fue una idea de María de Calonge, y, poco más tarde, llegó a la dirección de literatura el poeta José María Parreño, con quien desarrollamos la actividad de manera sostenida durante casi diez años. Me gustaría señalar que el cuento fue el género estrella en la mayoría de los cursos, durante años enseñamos a leer y a escribir un género con escasa trayectoria en España, si se lo compara con su auge en América Latina, y que era un vehículo perfecto para nuestras clases. Mario Merlino también trabajó talleres de poesía, pero yo me especialicé en narrativa. A finales de los 80 comenzamos a editar nuestras antologías, donde se recopilaba los cuentos de los participantes. Para entonces, lo que había sido un avanzar entusiasta y vacilante era ya un método de trabajo. A la formación crítica que habíamos recibido en nuestras universidades sumábamos ciertos presupuestos didácticos que, al menos en mi caso, tenían que ver con el respeto de la poética personal, la independencia de la escritura de los textos de los participantes con respecto a mi propia escritura, la formación lectora. En esos mismos años coordiné los talleres de la Librería Mujeres de Madrid, una experiencia muy fértil desde otra perspectiva.
La experiencia del Círculo de Bellas Artes fue masiva y apasionante, había listas de espera y representaban la ebullición cultural del momento y éramos conscientes de que los talleres, por los que tanto habíamos peleado, habían llegado para quedarse. Pero, pese a la enorme demanda y su buen funcionamiento, la dirección del Círculo fue optando, poco a poco, por conferencias de escritores famosos que también se llamaron “taller”, y dejó de ser interesante el método para convertirse en una pasarela de grandes nombres que, con mayor o menor ventura, intentaba cumplir con el guión. A modo de anécdota, recuerdo que, en varias ocasiones, algunos de estos escritores, agobiados ante la propuesta, me pidieron que los ayudara a organizar un curso con una metodología que desconocían. España estaba cambiando, el conocimiento se convertía en mercancía sin que se tuviera en cuenta que se estaban sembrando las bases de muchos de los problemas actuales. Fuera como fuera la historia, a principios de los ’90 ya no había tanto debate sobre la posibilidad de enseñar a escribir. Por un lado, porque habíamos superado varias pruebas de calidad. Por otro, porque se empezaba a ver en nuestra actividad algo que nunca había sido un elemento central: el negocio. Años más tarde me tocó ver cómo muchos escritores, muy refractarios al principio con los talleres, se sumaban a nuestra actividad.
El mito del eterno desembarco
A partir de los años ’90 empiezan a inaugurarse una serie de centros que intentan separarse de la experiencia del taller para convertirse en Escuelas, a veces ligadas a grandes periódicos que les harán una fuerte promoción. Los precios se desorbitan, los grandes nombres son el cartel. Se representa, una y otra vez, lo que llamaría “escena del desembarco”, en pleno ataque de amnesia se intenta minimizar la experiencia previa para buscar unos nuevos padres que serán, como conviene al nuevo perfil, los norteamericanos y sus cursos de Creative Writing. Nuestra metodología es asumida pero no reconocida, da la sensación de que el exilio latinoamericano no es lo suficientemente glamoroso como que se reconozca su paternidad y cada nueva escuela se plantea a sí misma como origen de la actividad. Todo es lo mismo, pero nada es igual. Se intenta borrar el término “taller” y reemplazarlo por “cursos de escritura creativa”, “escuelas” “gabinetes” y una larga serie de nuevos bautizos que demuestra, en todo caso, que la actividad, aunque tiene problemas para reconocer sus orígenes, goza de una salud espléndida. Tan fundacional fue nuestra experiencia que, cuando dejo la Universidad Popular de Parla y me doy de alta en el paro, incluyo por primera vez la actividad de “Taller literario”, que se apunta una línea más debajo de “Taller mecánico”. Sigue pareciéndome un dato curioso la desmemoria. Hace unos pocos meses leí en El País un artículo que llevaba el origen de los talleres a comienzos de los ´90, borrando así diez años de historia (El País, “Desmontando a Faulkner” 23-11-2013). El reiterado nacimiento de la creatura olvida a las miles de personas que participaron en las actividades de estos años. Muchos de ellos se convirtieron en profesores de otras instituciones, en editores, en escritores. Lo que resulta innegable, es que los talleres formaron un público lector de cuentos.
Centrándome en mi propia actividad, es la hora de decidir cuál va a ser mi camino. De la incomprensión inicial se ha pasado a una competitividad más propia de las leyes del mercado, del encuentro y debate, a la negación. En este momento, decido auto excluirme de toda confrontación extraliteraria y mantener la actividad tal y como la soñé en su origen: un espacio donde pensar la escritura y donde debatir, un punto de encuentro de poéticas diferentes y de nuevas tendencias, un lugar razonable donde la creación literaria siga siendo el asunto central. No me diversifico sino que profundizo, mantengo la relación personal y me decanto por una formación a largo plazo. Así, los participantes se suman al taller a veces durante décadas. Para dar un contrapunto a mi perspectiva literaria, sumo también la visita de otros escritores. Esta actividad había comenzado años atrás con la relación con Mariángeles Fernández, que entonces trabajaba en la editorial de Mario Muchnik. A través de ella invitamos a Hipólito Navarro, quien venía avalado por la exigente lectura de Marcelo Cohen. Luego vendrá un jovencísimo Andrés Neuman y a muchos escritores latinoamericanos que eran entonces desconocidos en España, como Ana María Shúa, Samperio o Brasca, siguieron esa lista Merino, Orejudo, Landero, Cristina Fernández Cubas y tantos más. Y, luego de pensarlo bastante, inscribo mi actividad con el nombre de “Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado” porque creo que es lo más honesto. El término “Escritura Creativa” se incorpora así, por primera vez, al registro de marcas. Me gusta la idea de “Taller” porque es poco pretenciosa e insiste en el aspecto menos formal de los cursos, en el aire peripatético que hemos ido tomando. Caminar metafóricamente, y leer, caminar y escribir, caminar y pensar, y crear, y publicar, si es lo que se desea. Mi propia actividad literaria va trenzándose con la vida de los talleres.
El cuento y los talleres, o las virtudes de los matrimonios estables.
La relación con Juan Casamayor, de Páginas de Espuma, abre un nuevo perfil a nuestro trabajo. Desde los años ´80 utilizamos microficciones porque, por sus características son óptimas para probar armas. Hace algo más de diez años reunimos el material y publicamos, con Páginas de Espuma, una antología cuyo éxito fue sorprendente: “Por favor, sea breve”. En ella mantenía el enfoque de mis talleres que consistía en frecuentar una literatura que no estuviera encerrada dentro de barreras nacionalistas, con una importante participación de escritoras y donde los autores consagrados convivieran con los autores nuevos, siempre que tuvieran calidad. El libro cruzó el océano para que los autores españoles pudieran ser leídos en América Latina a la vez que los latinoamericanos fueran leídos en España. En esos años, también, comenzamos con nuestro taller a distancia. La implantación del cuento y la microficción encuentra un terreno fértil en los talleres conformando un fenómeno muy similar al sucedido en EE.UU. a partir de los grupos de Creative Writing, en el caso de la implantación del realismo sucio y la difusión de Raymond Carver. Lo cierto es que la unión hace la fuerza, y “Por favor, sea breve” es un libro que, desde la pequeña aventura, llega a una sorprendente cantidad de lectores. Es decir, a partir de una necesidad didáctica se afianza un género, se suman editoriales y, a partir de este fenómeno de apoyo y contacto, crece el interés por el género. El contacto con Páginas de Espuma es uno de los puntos importantes en el crecimiento de nuestro taller, lo que demuestra que un tejido cultural afianzado en el entusiasmo es, a veces, más duradero y potente que otro que sólo busca prestigio o mercado.
En los últimos años.
A partir del acuerdo de Boloña aparecen los marsters de creación, muchos de ellos con precios astronómicos y que toman el aspecto de pequeñas universidades privadas, pero sin la trayectoria, la exigencia académica o la inserción social que tiene la universidad. Pero el espíritu de Boloña tiene sus efectos paradójicos, ya que también fue aprovechado por emprendedores de la universidad para abrir espacios. Así comienzo a dar, esporádicamente, algunos talleres en ese ámbito, quizá el más refractario a la actividad. La primera experiencia la realizo en la Universidad de Sevilla, invitada por Carmen de Mora, luego en Salamanca, por Francisca Noguerol y luego en la UAM, invitada por Carmen Valcárcel. El resto es, casi, el día a día. Si me preguntan qué punto común tiene un trabajo en el que llevo ya 34 años, diría que siempre me he basado en la confianza de que la literatura reviste tanto interés que cualquier persona medianamente motivada puede acercarse a ella si se le dan los elementos necesarios. A veces pienso que lo único que se puede transmitir es la pasión. Sin este punto de entusiasmo hubiera sido imposible mantenerme en una actividad que fue incomprendida en su inicio y en la que, indudablemente, sumergí mi propia escritura. Hoy contamos también con una pequeña editorial “El pez volador”, dirigida por Camila Paz, mi hija, quien nació justamente en el año en el que comencé con los talleres. El nombre de la colección es un homenaje a Hipólito Navarro y también un recuerdo de que, los que escribimos, somos, de alguna manera, peces fuera del agua. La crisis no nos ha tratado mal, sino todo lo contrario. Si algo enseñan los malos momentos es a afianzarnos en lo que creemos, a sujetarnos de nuestras tablas de salvación que son, como siempre, la creatividad y el trabajo en equipo. Hoy por hoy, los talleres forman parte de la riqueza multicultural española. Lo que la literatura es en este momento, lo que el cuento es hoy, está tamizado por estos procesos donde los talleres y las nuevas editoriales tejieron una sólida red. Esta riqueza pasa, a veces, desapercibida en las interpretaciones excesivamente localistas. Modernidad y nuevas poéticas son siempre fruto de la mezcla y del encuentro. En esta historia apasionante no se me olvida mi origen: soy argentina, y sé de naufragios pero también soy española, y recuerdo todas estas cosas porque sé del efecto corrosivo de la desmemoria.