Cristina López Barrio_Tierra de Brumas (3)

El placer de la lectura, por Clara Obligado

Presentación de “Tierra de brumas”, de Cristina López Barrio.

Érase que se era, o había una vez, o cuenta la leyenda, o dicen que, en un lejano país, sea cual sea la fórmula que elijamos empezar a leer y para apartarnos de la realidad y para entrar en ese universo mágico o alternativo que se llama ficción o fingimiento o cuento, o novela, o simplemente libro, la cosa es que, con esta frase, se produce algo similar a la magia. Érase que se era, por ejemplo, y así entramos en un país de brumas, donde había una niña, a la que llamaremos, por ejemplo, Valentina, que “nunca iba a olvidar la fría tarde de octubre en la que llegó al pazo de Novoa para ser reina” y entonces alguien, que podríamos ser nosotros, los lectores, con nuestras circunstancias y la vida, que ya se sabe, saltamos desde este lado tan pálido que, para no discutir, llamaremos “realidad”, saltamos hacia las páginas del libro que tenemos en la mano y dejamos de escuchar lo que sucede a nuestro alrededor y ya no hay telediarios, ni listas de la compra, ni cenas que preparar, ni cotizaciones en bolsa, ni dentistas, sino que entramos con paso firme en un jardín de camelias y sicomoros donde se trenzan amores, pasiones, enfrentamientos y sueños.

¿Y el sillón donde estábamos sentados, el vagón del metro, o la cama que acoge nuestra lectura? La respuesta es fácil: han desaparecido. Ya no estamos ahí, hemos salido de viaje sin salir de casa. Estamos en Galicia, hoy, o hace cien años, porque el tiempo es nuestro. Es que, para viajar, en el tiempo, y en el espacio, como bien dice la poeta Emily Dickinson, para viajar, no hay mejor nave que un libro.

Hoy es un día de comienzos del otoño, un atardecer de esos tan bonitos que a veces nos regala Madrid. Pero yo oigo los truenos salvajes, el rumor de ríos fantasmagóricos, los tiros de los cazadores, un bosque que es símbolo del origen de todas las cosas, donde la muerte y la vida se cruzan con todo su estupor.

El pasado y sus sobredorados, el presente, entre cataratas de polvo. Y ya he sido devorada por la novela.

Imaginemos que hay una mujer que confunde su sexo con un jardín de jacintos, que valla ese jardín con alambradas, que después de una unión brutal da a luz un hijo con nombre de flor. Es Amelia, la loba con corazón de monja.

Imaginemos que el hijo de Amelia está enfermo. Imaginemos que disfruta con los viajes. Imaginamos que el joven es capaz de hablar con los muertos. ¡Alto ahí! ¿Qué historia es esta? Cancelo todo lo que tengo que hacer mañana y me pongo a leer.

Y, mientras paso las páginas, se amontonan las preguntas: ¿Se puede convocar a los espíritus? ¿No es ese el sueño de todo aquél que conoce las pérdidas? ¿Quién sería capaz de recuperar los tiempos perdidos, los recuerdos, para que jueguen con nosotros con todo su esplendor, como si fuesen un perrito dócil que se convoca con un silbido? ¿No hay una línea que separe a los muertos de los vivos, sino que vivimos y morimos a la vez, cada vez que se nos pierde alguien?

Sigo leyendo.

Hay libros que nos atrapan por una frase, hay libros que piden una lectura lenta. Hay libros que nos devoran. Entre las fauces de estas páginas, encuentro a una muchacha que es hija de una santa.

¿Se puede ser hija de una santa, o es que las santas no son más que producto de la imaginación? ¿Se puede ser la nieta de un demonio, o estos extremos no son más que cuentos para niños? O, enunciando la pregunta de otra manera ¿Existen la bondad y la maldad en estado puro? ¿O todo es un poco más gris, y somos buenos y somos malos a la vez?

Y esto ya nos remite a lo que llamamos “realidad”, nos hace pensar en cómo las historias de ficción representan lo que somos en la vida de todos los días.

Por más poderosa que sea la ficción, por más atrapante y mentirosa que sea, leer es siempre, de alguna manera, un viaje hacia la verdad. Es decir: Quien lee, vive dos veces.

Imaginemos, o érase una vez, una mujer que tenía los brazos como cayucos y entre esos brazos se mece Valentina. Decíamos que Valentina tiene en su destino convertirse en reina. Pero Valentina no tiene ningún interés en cumplir con ese destino de sangre azul, porque sabe que todas las sangres son rojas. Ha visto la que manaba de las heridas de su madre, y que la dejó huérfana.

Imaginemos también que Valentina es acogida por una vieja reina que lo no lo es por la sangre, ya que nació en un lecho de mierda de cabra, en pleno bosque, sino que reina por propia decisión, por afán de riqueza, porque es, por decirlo de alguna manera, es una gran empresaria, una buena gestora de sí misma.

Imaginemos que nos dicen que esa mujer parece una bruja, porque de las mujeres mayores que tienen poder siempre se dice que parecen brujas, y más si tienen ambiciones, y que el dolor y la edad y el desamor, y los tópicos de los hombres la han convertido, como siempre, en una vieja malvada.

Imaginemos, en plena naturaleza, la fuerza del deseo: un hombre de labios salvajes, y también de besos que tranquilizan el alma, imaginemos la brutalidad y nostalgia. Y el olor de la caza.

Imaginemos, por qué no, que en esta tierra de brumas, la naturaleza es habitada por fantasmas que se contraponen a la vida urbana. Que el bosque tiene sus leyes. Imaginemos que la naturaleza nos grita su esplendor.

Paso las páginas. Hay muerte, y violencia, y sangre, y amor. Hay pasiones y desidias. Desgarros y enmiendas. Hay locura y sensatez. Bueno, menos sensatez que locura, que todo hay que decirlo, más culto a la imaginación que a la monotonía, más ganas de vivir que otra cosa. Decía Borges que “De los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo… Sólo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria”.

Y nos libren los dioses de los seres sin imaginación, porque son capaces de cualquier cosa.

Leí “Tierra de brumas”, o más bien fui devorada por ella, con el mismo fervor con el que leí, hace unos cuantos años, novelas como “Cumbres borrascosas” o “Cien años de soledad”. Me mantuvo fuera del tiempo y del espacio y, mientras deseaba que el día y sus tareas terminaran para volver a esta historia, me decía, una vez más, que no sabría vivir sin los libros. Dicen que quien lee nunca está solo. Dicen, también, que quien lee tiene, en cierta manera, una vida superior.

A mi, que me gusta pensar qué es lo que pasa en el mundo, qué sentido tiene la existencia, me gustaría confesar que yo no sabría vivir ni pensar sin ese espejo que es la ficción, y que nos ayuda a soñarnos. Que nos permite ser ángeles o demonios, seres de otra época, intrépidos habitantes de una nave espacial. O personajes de un bosque, de una tierra de Brumas, de la mano de Cristina López Barrios.

Y, con cierta melancolía, cierro el libro, termina para mi un período que me entretuvo y me contuvo, que me ayudó a pensar, y envidio a los lectores que aún no lo han leído porque ellos tienen, todavía, la posibilidad de leerlo por primera vez.

 

Y ahora, una breve pausa publicitaria:

amigos, comprad libros, los libros son baratos, duran más que dos cubatas, y quien se lleva un libro, por un mínimo precio, se lleva magia en el bolsillo.

Regalad libros. Que regalar un libro es la forma más sutil del elogio.

Y un consejo: no dejéis para mañana el libro que podáis comenzar hoy.

 

Gracias, Cristina, por invitarme a acompañarte, gracias por tus historias. Tu amistad y tus historias, como también la amistad y las historias de mi querido Alberto Marcos, con quien os dejo, me han hecho pasar muchos ratos estupendos.

Clara Obligado

 

 

 

 

 

 

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