El cuento, un género para el lector ideal: “Si me aburres, te corto la cabeza”
Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas,
y una voz cariñosa le susurró al oído:
-¿Por qué lloras, si todo en este libro es de mentira?
– Lo sé; pero lo que yo siento es de verdad
Ángel González
Cuando Carmen Alemany me encargó introducir esta “tarde de cuentos en el CeMaB”, precediendo a tres escritores como Clara Obligado, Hipólito Navarro y Cecilia Eudave, me surgieron todas las dudas sobre cómo enfocar mi intervención acerca del género que hoy nos convoca. La primera respuesta me abrió el camino: una introducción que fuera, más que un decálogo cerrado sobre el género –que sería una temeridad por mi parte–, una incitación a las preguntas, al diálogo abierto con los autores, con los que no siempre tenemos la suerte de poder conversar como ocurre en el día de hoy.
Comienzo por la idea que tomé para el título, que nos remite a una obra fundamental en los orígenes del cuento: Las mil y una noches. La encontré plasmada en un texto del dramaturgo español Juan Mallorga, puesta en boca de uno de sus personajes cuando plantea a su aprendiz de escritor “la pregunta de oro”, la pregunta que hay que clavar en la mente del lector sobre el destino del héroe:
¿qué va a pasar? Al lector no se le puede dar tregua, hay que mantenerlo tenso. El lector es como el sultán de Sherezade: si me aburres, te corto la cabeza. Pero dale una buena historia y el sultán te entregará su corazón. El sultán y cualquiera. La gente necesita que le cuenten historias.
Y concluye categórico: “Sin cuentos, la vida no vale nada”.
Recordemos que el castigo del sultán a la mujer, tras el sueño en el que ella le había sido infiel, consiste en casarse cada día con una mujer distinta y al día siguiente cortarle la cabeza para evitar la infidelidad. Solo Sherezade vence ese dictamen a través de los cuentos, creando todas las noches un suspense, para que el sultán necesite siempre, indefinidamente, una noche más.
Pero, ¿qué debe tener una historia, un cuento, para ser una “buena” historia, para mantener la atención del sultán que somos todos nosotros, los lectores? La respuesta podría venir de la mano de muchos autores que abundan sobre la cuestión, pero de momento me quedo con Ricardo Piglia, que en su ensayo titulado “Secreto y narración” incide en la necesidad de “dar a entender, mostrar y no cerrar la significación”. Precisamente recuerda Piglia en este sentido Las mil y una noches, “fundadas en la noción de relato como un modo de transmitir una verdad que siempre es enigmática, que siempre tiene la forma de la epifanía, de la iluminación. Un relato es algo que nos da a entender, no nos da por hecho el sentido, nos permite imaginarlo”.
Ese sería, exactamente, el ingrediente básico que debe tener un buen relato, independientemente de otros elementos, secundarios, como el final cerrado o abierto, la persona narrativa, etc. Todos los puntos de vista pueden funcionar si al concluir la lectura hay un desenlace que nos devuelve al principio, es decir, si hay una esfericidad que tiene que ver no con un final cerrado, o circular, sino ante todo con el lector, en tanto que obliga a regresar, con el pensamiento o incluso con una necesaria relectura, al principio, a la historia, a la posible historia oculta. De modo que la lectura más íntima del cuento se produce cuando este concluye. Eso es lo que nos viene a decir Piglia, recogiendo en buena medida a sus antecesores. Por ejemplo cuando al tratar sobre Los adioses de Onetti escribe en el citado ensayo que allí hay una “ambigüedad extrema: nunca terminamos de estar seguros de si la historia que pensamos que se ha contado es la que verdaderamente se ha contado”.
Pero lo que Piglia está planteando en realidad viene de lejos. Uno de los primeros maestros del cuento, Anton Chéjov, puso el énfasis en ese elemento en el que han seguido insistiendo los grandes cuentistas que desde el siglo XIX han teorizado sobre el género: la necesidad de lograr la implicación del lector de un modo similar a lo que ocurre con la poesía. Hablaba Chéjov de atrapar la atención del lector a través de la impresión, de mantenerlo siempre en suspenso; de no darle la oportunidad de recuperarse; del indudable “mejor quedarse corto que decir demasiado”; y, en consecuencia, de dejar al lector que añada los elementos subjetivos. Como recoge Pablo Brescia en su libro Modelos y prácticas en el cuento hispanoamericano. Arreola, Borges, Cortázar (2011), con ello Chéjov anticipó todas las teorías del cuento que vendrían de la mano de Poe, Quiroga y Cortázar. Todos ellos insisten en esa potencialidad de la brevedad, de la síntesis, que necesariamente ha de dejar los huecos o los silencios para que sea el lector quien los complete y les dé vida.
Además de la ambigüedad, del misterio, del enigma, preguntémonos (y preguntemos a nuestros escritores de hoy) ¿qué otros elementos debiera tener un buen cuento? El primer peldaño que habremos de subir será, por supuesto, el gran tema, la brevedad, con la que cerraré esta charla. Un peldaño que quiero tantear de la mano de algunos padres del cuento contemporáneo, pero también de algunos de sus hijos, e incluso de sus nietos. No sin antes recurrir de nuevo a Las mil y una noches:
Y el pescador dijo: “Habla y abrevia tu relato
porque de impaciente que se halla mi alma
se me está saliendo por el pie”.
“Historia del pescador y el efrit”
Avidez y brevedad se dan la mano en estas tres líneas que contienen al lector ideal, cuya impaciencia por conocer la historia se representa en tan bella metáfora: se le va el alma por el pie ante la necesidad de conocer lo que va a ocurrir. Recordemos someramente que a partir de las vanguardias, la evolución del cuento en el siglo XX, con su oposición al realismo o a la mera mímesis, desarrolló ante todo la brevedad o condensación y su consecuente intensidad: “El cuento es, para el fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco”, había sentenciado el padre del género en Hispanoamérica, Horacio Quiroga. En la misma dirección apuntaría Cortázar, cuando estableció la famosa analogía entre el cuento, la novela y el combate de box: “la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knockout”.
¿Cuál es esa característica que emana de la síntesis inherente al relato? la potencialidad de un tipo de literatura que, por breve y exacta, se haya en la construcción de lo ya comentado: esos “vacíos no colmados de palabras” (palabras de Italo Calvino en Las ciudades invisibles) que esperan completarse en la imaginación creadora del receptor, en la que lo callado, lo no escrito, se vuelve doblemente significativo. Se intensifica así la perplejidad del lector ante lo que a menudo puede ser inexplicable en un cuento; un lector que permanece frente al texto atraído por un suceso en principio incomprensible. La alegoría, la metáfora, el humor, sin duda serán fundamentales para este objetivo, todo puesto en juego para sembrar la duda acerca del mundo que se nos muestra, y al tiempo se nos escamotea.
Como es bien sabido, después de Quiroga, con su “Manual del perfecto cuentista” y su “Decálogo del perfecto cuentista” (1927) como textos principales sobre el género, es Cortázar uno de los principales escritores latinoamericanos que han teorizado acerca del cuento, en conocidos ensayos como el que se encuentra en el primer volumen de Último Round, “Del cuento breve y sus alrededores” (1969), u otros artículos publicados en revistas, entre los que destaca el tan citado “Algunos aspectos del cuento” (1962). En este último texto, Cortázar insiste en esa intensidad: “El cuento puede ser una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso ha influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente […] Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco”. A lo que cabría añadir, siguiendo con Cortázar, que “el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje” hacia el lector para despertar al árbol que, en cada lectura, tendrá dimensiones dispares, directamente relacionadas con la recepción, individual y subjetiva. O sea, un pasaje para conseguir que el relato sea “un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en permanencia” (“Algunos aspectos del cuento”).
Concluyamos esta breve introducción recordando asimismo con Cortázar que, en contraste con la novela (que tendría su equivalencia en el cine) el relato sería una fotografía, en tanto que el cuentista, como un fotógrafo, se ve obligado a “recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de tal manera que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia”, tal y como reflejó en su inolvidable cuento “Las babas del diablo”. Solo cuando se da esa explosión en el lector, la fugacidad del momento retratado, o prendido en el cuento, se convertirá en una permanencia.
Pero podríamos seguir hablando de otras características que coadyuvan a una buena historia, si bien todas parecen ir por los mismos derroteros: el uso de mecanismos simbólicos y metafóricos para sugerir estados de ánimo; la importancia de los finales (no necesariamente sorprendentes) para lograr que el lector penetre en la dimensión psicológica de los personajes y en su evolución interior; la utilización de las técnicas de la ambigüedad; y, cómo no, la forma de narrar, el hallazgo de la voz propia.
Consideraciones de autores actuales sobre el cuento
Veamos ahora qué opinan algunos escritores actuales a cuyas consideraciones sobre el cuento, o sobre el microcuento, he podido acceder, para establecer el diálogo después con nuestros autores de hoy.
Parto de un congreso dedicado al cuento hispanoamericano al que asistí el pasado mes de octubre en Lima, y que convocó fundamentalmente a escritores, pero también a algunos críticos e investigadores. A modo de preludio al congreso, se publicaron una serie de entrevistas a algunos de ellos que creo interesante traer hoy aquí. Para empezar, una de las preguntas nos ayuda a repensar la terminología que empleamos cuando nos referirnos al género: “¿Cuál es la diferencia entre cuento y relato?”.
Desde mi punto de vista, en la actualidad no existe diferencia entre lo que llamamos el cuento literario o cuento moderno –para diferenciarlo del cuento popular– y el relato. Personalmente, en mis trabajos uso ambos términos de manera indistinta, como sinónimos. Pero es imprescindible recordar que el cuento nació como palabra transmitida a otro, fuera del ámbito de la escritura. Así, en El Quijote el término “cuento” se reserva para la narración oral mientras que “novela” se aplica al relato escrito. El punto de inflexión se produce a mediados del XIX, con el nacimiento del cuento literario o moderno, que surge con vocación de lo que Roman Jakobson llamaría la función poética del lenguaje o “literariedad”.
El término “relato” aparece en los últimos años sesenta. Y lo hace para distanciarse de la palabra “cuento”, tan cargada de significados que la vinculan por un lado con lo infantil y, por otro, con una carga peyorativa relacionada con aquello que podríamos llamar patrañas, sentido en que lo emplea Clarín cuando tituló su libro El señor y lo demás son cuentos. Ya sabemos también que la palabra cuentista se utiliza en relación a la mentira o la falsedad. Sin embargo, aunque algunas editoriales apostaron por el término “relatos” en los años setenta, otras publicaron los de Cortázar o Ribeyro, Onetti, Benedetti, y un largo etc., bajo el rótulo de “Cuentos completos”. El propio Cortázar, en sus célebres ensayos sobre el cuento, utiliza este término en los títulos de estos, como hemos visto. Y cómo no citar de nuevo a Horacio Quiroga cuando hablamos de la terminología, en esta frase que nos dibuja una sonrisa: “Pero aporté a la lucha mi propia carne, sin otro resultado, en el mejor de los casos, que el de que se me tildara de ‘autor de cuentitos’”.
Otros entrevistados del congreso respondieron sin embargo con puntos de vista diferentes. El escritor ecuatoriano Huilo Ruales planteó:
…digamos que “relato” es un nominativo genérico aplicado a todo aquello que tiene una historia, sea una leyenda, un mito, una crónica, una narración oral, e incluso el mismo cuento. El cuento, propiamente dicho, es decir, en tanto género, tiene otras características y exigencias, como la tensión, la concentración, el doble cuento, la inminencia, el silencio, la extrañeza; es decir, una serie de elementos que determinan su fuerza colosal.
Y el crítico mexicano Lauro Zavala argumentó en sentido muy diferente:
En mi modelo para el análisis paradigmático del cuento propongo reservar el término “cuento” para hablar de la narración canónica que acabo de describir [se refiere al cuento clásico], y dejar el término “relato” para hablar del cuento anti-clásico, es decir, el cuento moderno, cuyos rasgos son precisamente todo lo contrario del cuento clásico. Mientras todos los cuentos clásicos comparten rasgos estructurales de carácter universal (porque corresponden a experiencias y percepciones universales), el relato es siempre irrepetible. En el relato, el inicio es anafórico (lo más importante del relato ya ocurrió); el narrador es poco confiable; el tiempo es fragmentario; el espacio es metafórico; los personajes son alegóricos, y el final es abierto, ambiguo o múltiple.
Tal vez nuestros escritores de hoy nos aporten otras respuestas. Pero sigamos con los interrogantes que se formularon en aquellas entrevistas. La pregunta básica, que ya nos hemos planteado fue “¿Qué elementos debe tener un buen cuento?”. Me interesa especialmente ahora la respuesta que dio la narradora argentina Ana María Shua: “Tiene que contar algo que nunca antes se había contado de ese modo”. Respuesta que se complementa con esta otra de la propia Shua a la pregunta: “¿Cuál es el mayor desafío al momento de escribir un cuento? El mismo que al enfrentar cualquier obra de arte: crear algo que no existía en este mundo”.
Desde mi punto de vista, esta respuesta da la clave principal no solo del cuento, sino del hecho literario en sí. Qué duda cabe de que los contenidos fundamentales de la literatura son recurrentes, y nos sitúan en esa idea de anamnesis platónica, según la cual conocer es recordar, transmitida por Borges en su cuento “El inmortal”, entre otros muchos de sus textos fundados sobre la misma idea. Es en la segunda parte de la frase donde Shua plantea lo esencial: pone el foco en la forma, en el modo de decir o escribir “algo que nunca antes se había contado de ese modo”. Sin duda es “ese modo”, en definitiva, de crear, el responsable de que el texto cale en el lector, que sea importante en su experiencia lectora y no pase indiferente, que se convierta en “una permanencia”.
Interesante fue también la respuesta de Huilo Ruales, que nos devuelve a la doble historia del cuento planteada más arriba por Piglia en relación a Onetti: “El ser dos ‘cuentos’, uno, que transporta la anécdota y otro que la subyace y que, en el mejor de los casos, suele ocurrir menos en el texto que en nuestra alma y de manera definitiva”. En suma, la historia que penetra y se queda en nosotros, como apropiación que tiene que ver con nuestro universo cultural, lector, pero también vivencial; es más, con nuestra personalidad y nuestro ser más íntimo.
A este respecto, cito a continuación un texto breve de Ricardo Sumalavia, escritor peruano convocado en dicho congreso, que me parece especialmente revelador. Se titula “La peinilla olvidada”, y constituye una aguda reflexión sobre este tema, que acomete a través del comentario de un cuento de Felisberto Hernández, “Elsa”. Cita Sumalavia en su texto el inicio de este cuento:
Yo no quiero decir cómo es ella. Si digo que es rubia se imaginarán una mujer rubia, pero no será ella. Ocurrirá como con el nombre: si digo que se llama Elsa se imaginarán cómo es el nombre Elsa; pero el nombre Elsa de ella es otro nombre Elsa. Ni siquiera podrían imaginarse cómo es una peinilla que ella se olvidó en mi casa; aunque yo dijera que tiene 26 dientes, el color, más aun, aunque hubieran visto otra igual, no podrían imaginarse cómo es precisamente, la peinilla que ella se olvidó en mi casa.
Y a continuación, escribe Sumalavia lo siguiente acerca de estas líneas metaliterarias de Hernández que enfocan el “modo” de narrar:
Frente a muchos cuentos y novelas que se escribían por entonces en América latina –y que se siguen escribiendo hoy a decir verdad– en los que los autores y sus respectivos narradores ponían sus mayores esfuerzos para que el lector imaginase lo que ellos querían que imaginaran, que viera lo que ellos imaginaban, o imaginara lo que ellos veían, nos topamos con esta aguda crítica a la ficción y las representaciones. Este narrador no quiere contar, no quiere decir. Sabe que es una empresa vana igualar ambas imaginaciones, la del narrador y el lector; pero eso no evita que tangencialmente nomine, que deje constancia de los seres y objetos que pueblan estrictamente dentro de su imaginación. ¿Qué le deja al lector, entonces? Está claro que lo provoca. Lo incita a imaginar una mujer rubia llamada Elsa y que solía tener, antes de dejarla olvidada en casa del narrador, una peinilla de 26 dientes. Pero también le hace saber que hay algo innombrable, que las palabras no son suficientes, que no tienen por qué serlo todo, y que esto produce un margen para ese espacio inimaginable que anhelamos infructuosamente de abarcar. Visto así, sin embargo, me parece que Felisberto Hernández no trata de menospreciar la capacidad de imaginación del lector. Es como si nos dijera, más bien, que la literatura y el placer pueden contenerse justamente en ese espacio que no podemos imaginar.
Me interesa especialmente este fragmento de Sumalavia porque va más lejos en lo argumentado hasta aquí, al apuntar, a partir de la provocación de Felisberto Hernández, no ya la obvia y necesaria actuación de la imaginación del lector para completar la significación –de forma más intensa en el cuento por la brevedad–, sino algo que está más allá de la imaginación, algo que queda en silencio. Este espacio afecta no solo a lo que no se puede expresar (digamos, lo inefable), sino a lo que no se puede imaginar, pues trasciende incluso la imagen subjetiva en tanto que apela a lo no-visible, a lo no imaginable y, por tanto, a lo que pertenece a lo más íntimo del ser.
“Yo no quiero decir cómo es ella”, escribe Felisberto Hernández. Y con Hernánez y Sumalavia llegamos de nuevo a Piglia, que en sus Diarios de Emilio Renzi ha escrito:
¿Cuál es su técnica cuando escribe cuentos? Contesta: Intervenir lo menos posible. Omitir, en gracia de la brevedad, alguna parte de las cosas que he imaginado. Esto se hará sentir de algún modo. Y Hemingway, refiriéndose a uno de sus primeros cuentos, dice lo mismo: “En una historia muy sensible llamada “Out of Season” (Fuera de temporada) omití el verdadero final en que el viejo se ahorcaba. Lo omití basándome en mi teoría de que se puede omitir cualquier cosa si se sabe qué omitir y que la parte omitida refuerza la historia y hace al lector sentir algo más de lo que ha comprendido.
Aquí Sumalavia y Piglia se complementan, en una suerte de correspondencia entre ese “sentir más de lo que ha comprendido” y la idea del placer lector que se da en “ese espacio que no podemos imaginar” y por ende comprender.
La siguiente pregunta nos trajo al presente y también al futuro: el estado del cuento hispanoamericano actual.
Tomar el pulso al cuento hispanoamericano actual es tarea compleja, dada la diversidad que presenta en cada país y la cantidad de nombres que conforman la lista de cuentistas hispanoamericanos hoy. Pero lo que es indudable es que, a pesar de las reticencias editoriales hacia el cuento, su vigor en Hispanoamérica vence cualquier obstáculo y sobrevive con buena salud y fuerzas renovadas. Creo que hay líneas de continuidad pero en proceso de renovación: la literatura urbana, la de carácter más intimista, o la fusión de ambas desde nuevas perspectivas asentadas en la imperecedera relación entre literatura y ciudad, la ciencia ficción, la metaficción, el neopolicial, el cuento neofantástico, etc. Este último está dando interesantes frutos, en un registro que nos introduce de lleno en lo que mi compañera Carmen Alemany está proponiendo como narrativa de “lo inusual”; una literatura que nos plantea una ecuación asentada de nuevo sobre la base de la escritura elíptica y enigmática, pero con una inédita combinación de los términos: lo insólito con el realismo cotidiano y con el humor en situaciones instaladas en aquella absurda resignación de raigambre cortazariana, pero fluyendo ahora en un vaivén entre lo racional y lo irracional.
Sin duda el nuevo mundo que vivimos, que diluye fronteras en el espacio cibernético, está cambiando profundamente la sociedad y la forma en que nos relacionamos. Y esos cambios necesariamente están calando en todos los estratos de la literatura que, como siempre fue desde su origen, sirve para “contar” lo que nos sucede. Habrá que estar atento a qué es lo que nos suceda.
Asimismo, en esta misma línea se nos preguntó sobre “los nuevos narradores hispanoamericanos frente al canon tradicional”. Y lo primero que me surgió fue la duda sobre si realmente podemos establecer categóricamente tal dicotomía, o si la multiplicidad de perspectivas, intereses y registros de una literatura en plena ebullición hace más bien que podamos hablar del cuento en un proceso de renovación continua que lógicamente tiene que ver con los nuevos contextos sociales, culturales, políticos…; un proceso que no impide el indudable diálogo de los nuevos cuentistas con la tradición del cuento latinoamericano del siglo XX. Aunque publicada en 1999, la antología de Eduardo Becerra, Líneas aéreas, contiene en su prólogo la idea de diversidad en la que creo que sin duda seguimos. Y si bien son visibles algunas corrientes fundamentales, la ausencia de paradigma homogeneizador no es sino un síntoma de un presente apasionante precisamente por diverso en los rumbos, los registros narrativos, los estilos, las tendencias.
Por su parte, Ana María Shua respondió sobre este panorama: “Brillante, con muchos autores jóvenes, en plena reconversión, buscando caminos. Interesantísimo. Y cada vez con menos lectores”. Y el crítico Lauro Zavala realizó este planteamiento:
En este momento lo dominante (alrededor del 90% del total, como se puede ver en las antologías panorámicas) es el hiperrealismo que se fusiona con la crónica periodística testimonial, donde se muestra la violencia de la realidad social más cruda, así como las consecuencias existenciales de este clima histórico. Pero también se están escribiendo otras formas del cuento: el cuento como espacio para la reflexión filosófica; el cuento como juego con las convenciones genéricas; el cuento como laboratorio del lenguaje; el cuento como espacio de reflexión sobre la escritura, y el cuento como reconstrucción irónica de la experiencia personal.
Concluyo con otra de las preguntas que tiene que ver con el mercado editorial, para escuchar luego a nuestros autores opinar sobre este punto, antes de pasar a la parte final: ¿Por qué se publican más novelas que libros de cuentos últimamente? ¿Tiene que ver con un interés del lector? Ana María Shua respondió:
Este fenómeno editorial ha sido una constante en la historia de la literatura y no es exclusivo de este momento. Los editores necesitan vender libros, y se vende más la novela que el cuento. De la misma manera que se vende más un bestseller que una novela. Y por supuesto, se vende más el cuento que la poesía. Todo ello obedece a razones de mercado, que no necesariamente indican el valor literario de un género. Este fenómeno obliga a reconocer distintos conceptos de lo que llamamos un lector.
En la mesa redonda tendremos ocasión de hablar sobre este tema y sobre las editoriales que sin embargo sí apuestan por el cuento, así como sobre las recientes antologías del cuento del nuevo milenio que están marcando líneas futuras. Pero de momento hay que terminar, y no quiero hacerlo sin ir del cuento al microrrelato, para completar la reflexión sobre el peldaño principal de la escalera: la brevedad. Lo hago de la mano de dos autores actuales de microficción, de Perú y México: Ricardo Sumalavia y nuestra autora aquí presente, Cecilia Eudave.
Sumalavia acaba de publicar el libro de microrrelatos titulado Enciclopedia plástica, que cierra con un capítulo, “La tuerca de vuelta”, en el que lanza toda una serie de consideraciones acerca del género que, nos dice el autor, “no pretende ser un decálogo, su número [son diez] es puro mérito del azar. Pero, ya sabemos, el azar encierra muchos misterios y algún nuevo orden nos puede proponer”. Cito solo algunas de las reflexiones que enlazan con planteamientos que he dejado hace un momento encima de la mesa:
II / La actitud del lector es sumamente importante y decisiva en la reactualización del microrrelato. […] Si ya en el cuento convencional se asume que la magia está entrelíneas, en el espacio en blanco que aloja a las palabras; en el microrrelato la dependencia de este espacio, de este vacío, es mayor. Y claro, debe ser sospechoso, y hasta absurdo, para el lector común tener que sostenerse del vacío.
IV / Al oír hablar de la perfección del cuento, de su unidad, conviene ampliar una sonrisa.
En Oriente, mientras observamos al más experto de los calígrafos trazar algunos ideogramas sobre el papel de arroz, notamos que algunas gotas de tinta se esparcen aparentemente ajenas al motivo del trazado. ¿Un error? ¿Burdas manchas que quiebran la armonía, la unidad? No es así. Esas gotas dan muestra del impulso creativo del artista por alcanzar, rozar, la perfección. Inalcanzable perfección. En ese intento se halla la nueva belleza. Lo que nosotros podríamos ver como imperfección, finalmente representa una noción y estética distintas de la armonía.
El microcuentista también puede ser un calígrafo.
La reflexión número VI nos devuelve a “La peinilla olvidada”, a Felisberto Hernández y a Piglia:
VI / Un buen microrrelato ofrece una buena historia, una anécdota, una sucesión de hechos cautivantes. No obstante, el buen microrrelato puede también dejar de ofrecer una buena historia, una anécdota relevante, etc. Pues hay un elemento agregado inexpresable en el argumento mismo, pero que procura de él para revelarse o ser intuido.
Ese elemento agregado afecta vivamente en el lector.
VIII / En un terrible afán, propio de estos tiempos, muchos escritores de microcuento se suman a la competencia. El objetivo: quién escribe el más corto (se entiende que ingenioso, bueno, perfecto, la suma y resta de todos los escritos anteriormente). Competencia y meta absurdas, sin lugar a dudas. Debería de quedarnos bien en claro que nadie puede ser más pequeño que un dinosaurio ni más grande que Monterroso.
Y la número X, nos lleva de nuevo a Cortázar para dialogar con él: “Si para el escritor Julio Cortázar el cuento ganaba por knock-out, la ficción breve no gana, sólo es un contradictorio y placentero golpe sostenido”.
También Cecilia Eudave ha reflexionado continuamente sobre la minificción. De sus entrevistas recientes veamos la siguiente en pantalla: httpsss://www.youtube.com/watch?v=leP04h5deVQ&index=57&list=FLHSFnUSsZDCUBYxRPTEnofg
Concluyo estos planteamientos sobre el cuento, antes de escuchar a nuestros escritores de hoy, con uno de sus padres principales, Augusto Monterroso, que escribió: “Una buena ley sería que el cuento no sea novela ni poema ni ensayo y que a la vez sea ensayo y novela y poema siempre que siga siendo esa cosa misteriosa que se llama cuento”. Sea del modo que fuere, recuerden, lectores, al sultán, pero también a Sherezade: a los cuentistas no quisiéramos cortarles la cabeza, lo que esperamos de ellos es que nos roben el corazón.
Eva Valero Juan es Profesora Titular de Literatura Hispanoamericana (Universidad de Alicante). Este texto fue leído en “Tarde de cuentos en el CeMaB”, Universidad de Alicante, Facultad de Filosofía y Letras III el 4 de marzo de 2016.