Bajo las fauces del lobo

Están violando muchachas

en el equipo de béisbol de Pamplona.

La noticia corre como el sonido

por el metal, los espermatozoides

por el conducto de salida al váter.

Había un viejo chiste

con la masturbación masculina como excusa;

sirvió para quitar fantasmas

de los miembros del equipo

de béisbol de Pamplona, de sus mentes.

Alguien que amé me dijo

pero qué coño les hemos hecho a los hombres,

y yo, que viajaba en el autobús,

miro a una jovencita que se apea,

sus gafas de estudiante,

su piel de trigo.

Pero están violando muchachas

en el equipo de béisbol.

Y no han ganado todos los partidos.

Y hay quien exhibe pancartas

de apoyo, que no muestren las tetas

dice un rótulo, mi voz se rompe

y la estudiante grita, gime, asusta.

El mundo se desmorona

bajo los pinos, al calor del verano

cuando recuerdo su estremecimiento;

esa mujer que amé, sus manos escultoras,

sus dedos incendiarios,

qué coño les hemos hecho a los hombres.

Están violando muchachas

en el equipo de béisbol de Pamplona

y ayer la radio a propósito decía

de unos muchachos en el parque,

de una mujer en ese parque

reivindicadora, seguro

que ahora me dicen algo, pensaba.

Y pasó. Se lo dijeron, ¿ya te vas?

Llama, en la radio

lo cuenta. Tenemos que terminar con esto

porque están violando.

En el equipo de béisbol

de Pamplona, un fantasma, hace décadas,

dejaba ciegos a los muchachos

cuando se masturbaban.

Las muchachas no juegan al béisbol.

Bajo los pinos, en verano,

el amargo olor de las agujas se estaba mezclando con su piel

de cera, virginal.

La confusión, extendida por el miedo

como sonido en el metal veloz.

Tengo la sensación ahora

de haber violado, como a Caperucita

bajo las fauces del lobo,

los espermatozoides derrochados en el váter.

Y me pregunto al fin, amada mía,

cómo he de amarte, cómo

sin violencia, si ni puedo decirte ¿ya te vas?

Están violando muchachas

en el equipo de béisbol de Pamplona.

Pero tenemos ojos

y tanta ternura dentro

que nuestras manos moldearán la rabia,

la agresión, el amor.

 


Sobre Ricardo Lamelas

Como ya dijo en su inédito “El fukú”, que dialoga ambiguamente con Junot Díaz en su La maravillosa vida breve de Óscar Wao, Ricardo Lamelas es psicólogo además de poeta:

“Dije de profesión psicólogo,

de frustración, escritor

– aunque no me creía esto.

Pero la verdad, carecía de pruebas

que refutasen esa hipótesis

y estaba en un ambiente muy científico -,

[…]”

Claro, eso de ser poeta no da de comer. Lo de ser psicólogo, al menos a mí, tampoco mucho, pero eso es otra historia y así me mantengo delgado y saludable. Nací en 1968 en Madrid y mis padres son magníficos, así lo siento y así lo digo. Me enseñaron a leer y a no interpretar más de lo debido, aunque -aun así- a veces me paso. Y cuando me piden un cv cortito, pues ya no sé ni lo que quiere decir eso. Mi cv más valioso, y el más cortito, es decir que sigo vivo y -me repito mucho- saludable. Me gusta caminar y observar. Me siento en los bancos a escribir lo que veo y también lo que no veo. En ocasiones, no veo cosas que quisiera ver; en otras, no veo cosas que sé que existen y que no desearía ver, pero que existen. Unas y otras me conforman y me escriben.

En eso debía de estar alguna parte de mi yo que, con unos veinte, escribió su primer poema. Contrariamente a lo que suele decirse, no era tan malo, aunque sí hablaba de amor. Luego, con algo más de treinta, me despistó el trabajo, que cansa mucho especialmente si uno es vago y noctámbulo. Ahí, sin que me diera yo cuenta, la poesía se me echó a dormir en el bolsillo de un maletín con el que trajinaba de día. Por suerte, reapareció cuando ya paseaba yo por los cuarenta, y le he prometido no olvidarla nunca más. En fin, transito hacia la muerte con su ayuda. Me quita el polvo de los muebles cuando no me ha quedado tiempo para esas labores domésticas, que no es algo que suela pasarme. Más importante aún es que me quita el polvo de la cabeza, mejor que cualquier champú, y ya saben ustedes como se llama el polvo de la cabeza, ¿no? Me enseña a ver mariposas, sombras y papagayos. Me enseña a cantar cuando no queda nada más que eso, cantar.

Como poeta, mi reconocimiento externo es poco. Fui seleccionado, allá por los noventa, entre los diez finalistas de un premio de poesía joven del Ayuntamiento de Madrid, aunque debo reconocer que casi me paso de plazo: era para menores de treinta y a mí no me faltaba demasiado para cumplirlos. También gané un concurso desconocido, “La hoja en blanco”, que hacía una asociación desconocida. Más recientemente, he visto publicados, en ediciones del taller de Clara Obligado, algunos de mis poema-textos. A mí me gustaría decir que siempre son poemas, pero eso habría que preguntárselo a Ella, a la poesía, que no es el verso ni el poema sino esa mirada que le ponemos, cuando podemos, a lo feo y a lo bonito también. Por último, en el XIII Concurso de poesía de la UAM, he visto publicarse “En bambalinas”, una pequeña colección de visiones.

Me canso actualmente como profesor de psicología en la UAM y como psicoterapeuta en mi consulta por la que pasan soñadores y soñadoras que sufren. Intento ayudarles lo mejor que puedo. Y no me canso de escribir, aunque no me da, una especie de indolencia cernudiana que padezco, para no cansarme de publicar. Estoy de acuerdo con Andrés Neuman en que editar es una convención. ¡Cuánto gusto da!, es claro. Debo resolver esa duda, rara vez premeditada.

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