El arte de la doma
Me siento al borde de la cama y amarro los leones desvencijados que cuelgan sobre mis hombros. Es invierno. Me calzo las vicuñas y una vez anudados los caballos a la cintura, sacudo los cisnes de los brazos. Conviene abotonarse el corazón felino. Los ojos de cóndor me esperan en el joyero. Abro la caja y gira una bailarina. Una figura estúpida que mientras me maquillo el hocico, se ralentiza. Quisiera saltar y tomar la delantera al mundo, pero los guepardos están sin planchar. Tendré que conformarme con estas piernas de mujer que se arrastra hasta la cafetera; que saca las cucharitas del cajón y la taza del armario. Sobre la alacena, todavía acecha el turbio reptil liberado durante el sueño. Él me vigila. Sabe que lo volveré a atrapar. Tengo que encerrarlo antes de que salte sobre mi cabeza y desmane mi triste cuerpo domesticado.
Isabel González González